Aquel envidioso, además, era celoso y cuando no tenía motivos para serlo se lo inventaba. No era feliz con su vida aunque escondiera debajo de la losa de la cocina miles de euros y en el banco acumulara cuentas bancarias con varios ceros a la derecha.
Aunque pudiera tenerlo todo, hasta amigas, o mejor dicho conocidas, que le perdonaban casi todo y lo aceptaban tal y como era. A pesar de sus constantes desplantes, sus infantiles manías y su pertinaz desconfianza hacia los demás.
Era esclavo de su propio victimismo. Ése que repetía hasta la saciedad, buscando, con éxito, infundir pena. Pero ni alimentar a diario la pena ni tratar de comprar amistad o amor con regalos de su huerta, o mandar fotos emotivas de sus lechones o sus ovejitas, y menos hablar mal de otros y de otras, para ponerse la medalla de hombre conveniente y formal, le servía para conseguir sus propósitos.
Y es que el envidioso practicaba algo que no podía remediar. Hablar y preguntar a unos y a otros, a escondidas, con llamadas telefónicas, sin dejar rastro. ¡Que estaba muy ocupado trabajando, que no me gusta salir en fotos!, sus manidas excusas. Y así se enteraba de vidas que él no se atrevía a vivir, de cotilleos que iban y venían y que él, en su envidioso aburrimiento, se encargaba de distorsionar. ¡Qué descarada es la gente, yo soy un hombre formal del campo!
Y así montaba un relato en su cabeza, añadiendo o cambiando los párrafos que a él le encajaban mejor. Sobre las chicas que le rehuían, sobre las que no había hablado nunca pero las conocía de vista (¡estas chicas de ciudad no saben valorar a un hombre de verdad bueno y trabajado!). Y sobre todo, sobre del envidiado, ese chico de su grupo de amistad que, inexplicablemente, se llevaba bien con todo el mundo y todo el mundo quería estar con él.
¿Cómo podía estar ese chaval insolente siempre sonriente, esparciendo alegría y buen humor, y muestras de cariño? ¿Y reírse de todo? ¡Con las desgracias que hay en el mundo! ¿Qué clase de tipo va por el mundo sin medir sus palabras, a sonrisa descubierta, creyendo que todo el mundo es bueno y de fiar?, pensaba el envidioso, bulliendo de envidia.
Él era el causante de todos sus desamores, se convenció en su locura, mientras pastoreaba y pensaba con sus ovejas por sus solitarios campos. Había que parar los pies a ese tipo tan insultantemente extrovertido y simpático. ¡Incluso lo era con el mismo, pero a él no lo engañaba!
Y así aprovechaba cualquier conversación con sus conocidas y amigas para hablar de él, para mancillar su honor y meter alguna mentira que él creía verdad. Si todas sabían qué él era un hombre prudente, desafortunado en amores, pensaba el envidioso de sí mismo, convencido que era su mejor tarjeta de presentación. Y escudado en esa confianza, hablándoles como un padre protector, las llamaba o las escribía para seguir metiéndose con el envidiado, inventándose que él ponía verdes a las mujeres o se enrollaba con tal y cual o que las dejaba plantada, poniéndole incluso nombre. Se burlaba del envidiado, hasta de su altura, y de si le olía el aliento o si iba babeando detrás de una y otra, ambas cosas mentira.
Y todo lo que a su vez otras chicas en confidencia le habían contado él lo propagaba a otros oídos, añadiendo de su parte, recomido por la envidia.
Pero al final ese hombre envidiado, que además era mucho más inteligente que el envidioso, aunque este último no lo supiera, se fue enterando de las mil mentiras que el envidioso contaba de él a sus espaldas, aprovechando el falso anonimato que dan las redes. Al final, ante el hombre alegre, positivo, divertido y honesto, y el hombre desconfiado, aburrido, negativo y ruin, las amistades comunes se quedaron, sin dudar, con el primero.
¡Sobre todo cuando ellas mismas empezaron a aparecer en el relato del envidioso! Ese relato a la que iba sumando supuestas víctimas y que contaba a otras personas. Obsesionado hasta la enfermedad por destruir al envidiado no le importaba los daños colaterales que su lengua dejaba a su paso.
Y hasta quienes no conocían realmente al primero, y los que lo conocían con más razón, se cansaron de escuchar estas mezquindades que no venían a cuento, y que al final sonaba a mera y ruin envidia.
Y los ataques de celos del envidioso, los desplantes, y las falacias sobre el envidiado y sobre unas y otras, se convirtieron en un camión de estiércol que cambió de destino.
Un último puñado de mierda desbordó el camión. Y cayó y enterró para siempre al envidioso y celoso en la propia montaña que él había levantado tan afanosamente durante meses.
Ya solo le quedaba ir a rumiar sus miserias a otra parte, y buscarse otra gente que se apiadara de un pobre hombre.
© Javier L. García Moreno
Abril 2022
