Había llegado el momento. La simpática presentadora del acto, debidamente maquillada como una demacrada señora vampiresa, y tras los aplausos a la lectora que me había antecedido, procedió a presentarme ante el centenar de asistentes allí presentes frente a la explanada del castillo y el improvisado escenario.

Era el momento esperado y a la vez temido. Sabía que lo leería bien, que mis palabras fluirían y ese fragmento elegido sonaría estremecedor a los pies de ese misterioso castillo.
No era el temor a ponerme nervioso o que algo grave fallara en mi lectura lo que me inquietaba. Sino por el propio contenido elegido para leer. Pero ya no podía ni quería cambiar nada. No había tiempo. Me levanté de mi asiento entre la multitud al concluir mi breve semblanza por la diligente locutora de radio y organizadora de eventos, y también amiga, y acompañado por una lluvia de aplausos, me ajusté la chaqueta y anduve con paso firme hacia el estrado, con mi libro de terror, firmado con mi seudónimo J.Lovedark, asido en mi mano derecha y una sonrisa en la cara.

Al llegar al pie del micrófono en mitad del escenario, la presentadora se había apartado a la esquina del escenario, cediéndome todo el protagonismo, la audiencia calló educada. Entre los congregados había observado en los minutos previos muchos niños, mucho más de los esperados (yo realmente no había esperado ninguno), disfrazados de pequeñas brujitas, monstruitos o fantasmas, diminutos demonios, condes dráculas o demás personajillos de novelas o dibujos de terror. Se repartían entre la multitud como inofensivos monstruitos acompañados por sus padres o abuelos.

En no más de medio minuto, con soltura y dominio de la palabra a pesar de no hacerlo a menudo ante una audiencia tan numerosa, di las buenas noches a los allí congregados, agradecí a la simpática presentadora del acto por invitarme a ese acto especial organizado para la noche de Halloween y pedí disculpas, por anticipado, por el aterrador fragmento que iba a leer de mi libro de cuentos de terror “El último niño” que tenía entre las manos. Sin duda, pertenecía al relato también más estremecedor del libro y terriblemente cruel, todo sea dicho.
A partir de ese momento, aliviado con esa disculpa anticipada, aligerando la carga moral de lo que iba a leer y que hasta en la intimidad de mi casa me había dado reparo leer en voz alta (y escucharme) procedí a recitarlo.

Y empecé a disertar ese episodio que la tarde anterior había elegido para leer. Ese episodio terrible y, por supuesto, inventado, fruto de mi alocada y fecunda imaginación de escritor, en el que narraba en primera persona cómo un niño asesinaba a sus padres mientras dormían en su propio lecho conyugal, con premeditación y alevosía, y armado con una pala. Todo descrito con detalles literariamente escabrosos, sanguinarios y desagradables, y con la sangre fría de un auténtico e insensible loco que argumenta, justifica y narra su locura.
Y así durante cinco minutos recité ese relato con pasión y sin equivocarme. Metido en el papel, con contundente voz y con una música misteriosa de fondo que el encargado del sonido magistralmente acordaba al relato.
Porque reconozco que no me gusta hacer las cosas de manera mediocre, apática o titubeante, porque me debía a un auditorio al que no quería defraudar y que, en ese momento, estaba atento a ese loco escritor con cara de no haber roto un plato y vestido con discreta elegancia.
Por fin terminé ese fragmento que más de uno deseaba que terminara, y no porque aburriera, nada más lejos de la realidad, sino porque sé que sobrecogía, por su trasfondo inmoral, cruel e insensible, como a mi mismo me hacía al leerlo.
Sonreí. Buen trabajo, me dije. Agradecí con un simple “gracias” a modo de despedida. Ya no quedaba más por decir. Lo había dicho todo.
Y con una sonrisa entre triunfadora y tímida, que parecía decir “lo siento, tenía que leerlo”, como la de un niño que sabe que acaba de cometer una travesura, me bajé del escenario entre aplausos y algunas miradas entre desconcertadas y espantadas.

Volví a mi asiento y con ese sonrisa de satisfacción el por el trabajo hecho, con mi libro descansando sobre el regazo, seguí presenciando el resto de ese ameno y terrorífico acto, al que le había puesto una sobredosis de terror y crueldad.
Así somos los escritores, qué vamos a hacerle…
(Relato inspirado en mi participación en la noche de los relatos de terror, acto organizado por la periodista María José Villaescusa, la noche del viernes 29 de octubre de 2021, frente al Museo del Barón de Benifayó, en San Pedro del Pinatar, Murcia)
© Javier L. García Moreno
Octubre 2021
